Hay un dicho en inglés que reza
One stitch at time saves nine (un golpe con una vara a tiempo ahorra nueve), lo cual podría significar algo así como que un golpe a un niño/adolescente a tiempo, le ahorra mayores golpes en la vida cuando sean mayores (por golpe no sólo tenemos que pensar en golpe físico).
El nuevo caparazón que en el que hoy día se meten muchos profesores es el de "pasar" y acabar por rendirse a una evidencia cada día más clara: hay alumnos a los que no se les puede dar clase y de los que se puede sacar más bien poco. Ante estos alumnos, he llegado a escuchar aquello de
Ya les suspenderá la vida, aprobándoles cuando no lo merecen para que pasen de curso y dejen de darles el follón. Estos profesores no hacen su trabajo.
La enseñanza secundaria ya no es un paseo militar en el que los alumnos levanten la mano para preguntar al profesor o pidan permiso para tirar un papel. Se ha convertido en una auténtica guerra de trincheras en la que, a veces, poco o nada se avanza en una clase. Realmente es deprimente ver el nivel que tienen hoy día si lo comparamos con aquella época en la que estudiar BUP y COU era voluntario y no obligatorio.
Ese es el quid de la cuestión: ahora la enseñanza es
obligatoria, con lo que tenemos en clase a gente que no quiere estudiar, entorpeciendo así en clase hasta límites inimaginables. El nivel de profesores de secundaria que se piden la baja por depresión ha aumentado muchísimo (yo estoy cubriendo una ahora, je, je) porque es difícil sentirse realizado. La peor clase hace 15 años sería una bendición hoy día.
Sin embargo, la labor docente en una época tan difícil como decisiva (la de la adolescencia) no ha de ser vista como la enseñanza de contenidos, sino la preparación para la vida. Antes un profesor se tenía que ceñir a enseñar muchos datos históricos, biológicos... para que el alumnado pudiera tener una visión general de cada materia. Hoy día los alumnos no demandan conocimientos, sino una figura que imitar y que les guíe. Ya no es una escuela de asignaturas, sino una
escuela de vida.
Los profesores deben cambiar el
chip. Lo más importante (en parte por desgracia) no es que aprendan el verbo
to be, sino que aprendan a respetar el turno de palabra del compañero, que acepten la autoridad del profesor y le hagan caso y que guarden un mínimo de silencio. Si hoy se ríen de un profesor, mañana lo harán de un policía y en vez de una expulsión de clase, se encontrarán con una noche en el calabozo.
Quizá sea por la incorporación de la mujer al mundo laboral (lo cual le quita a los niños una figura de autoridad cuando están en casa), o quizá sea porque cada vez se les trata como adultos cuando todavía no lo merecen, o quizá sea por otro quizá. Pero lo cierto es que en vez de enseñar raíces cuadradas, necesitan más bien un padre que les diga los valores que deben tener en la vida, las actitudes que han de tener para el futuro y lo importante que es la disciplina y ser consecuente con las propias ideas.
De esta forma, un profesor que no haya avanzado ni un ejercicio en una clase, no se debe ir a su casa triste por no haber enseñado ese tiempo gramatical tan importante, sin contento porque gracias al puro que les ha metido o por haber expulsado a algunos, ha contribuido a marcarles los límites de lo que está bien y lo que no, formando a personas como futuros miembros activos responsables de la sociedad.
Los profesores cobardes, pasivos, que no expulsan a ninguno y van de "colegas" de los alumnos no les hacen ningún favor a los alumnos. Y lo peor es que ganan el mismo sueldo que los que sí marcan los límites de lo bueno y lo malo. Aquella frase de
ya les suspenderá la vida no es sino la aceptación de que uno no vale como docente. Si el alumno no ha aprobado, no se le puede regalar la nota, porque ese aprobado desvirtúa los aprobados de quienes sí se lo han merecido. Precisamente el colegio y el instituto están para que no les suspenda la vida a los alumnos, para que no se tuerzan. Si con ese
lasser faire (dejar hacer) de los profesores se crea alumnos irresponsables (que quieran defraudar a hacienda, que hagan chanchullos, robos...) y finalmente vayan a la cárcel, el profesor que les enseñó que "todo vale" es tan culpable como los alumnos mismos.
Para que los alumnos aprendan bien la diferencia entre lo que es una buena conducta (en clase, esa pequeña sociedad) de lo que no, es importantísima una característica en el profesor: la
sistematicidad (palabra que no aparece en el diccionario de la RAE). Es importante en todos los ámbitos de la vida, junto con la disciplina, para conseguir lo que se pretende. Por sistematicidad ha de entenderse que las reglas de juego siempre son iguales e inamovibles. Lo que un día merece una expulsión, al día siguiente también la merece, lo haga quien lo haga, esté el profesor de mejor o peor humor. Da igual que el crío sea un poco subnormal o venga de un origen un poco desgraciado: la ley va a ser igual para ellos el día de mañana. Y las normas del centro son las leyes del mañana para los alumnos.
Si los chicos se dan cuenta de que un hecho determinado unos días "sí vale" y otros días "no vale", la línea entre lo que está bien y mal se ensancha mucho, por lo que no aprenden bien que hay que ser consecuente con los actos. Hoy, al decir en clase: "El que se levante de la silla, queda expulsado" y ver que dos hacían la gracia de levantarse, les habría hecho un desfavor de haberles reído la gracia o haberles echado un puro. Hay que ser consecuente antes que blando. Hoy han aprendido (o se ha contribuido a que aprendan) que toda acción tiene una reacción. Y cuando vienen como niños pequeños diciendo que no, que no los expulse, tan sólo hay que decirles que ellos mismos se han expulsado. La responsabilidad convierte a un criajo en un hombre.
Si los insitutos del hoy crean la sociedad del mañana, los profesores blandos sobran en el sistema educativo. Una sociedad de llorones que creen que diciendo "lo siento" se solucionan todos los problemas no puede llevar a ningún sitio bueno.